Por Macarena Atria

El título de esta nota es una frase elaborada por el poeta y músico experimental Felipe Cussen en el marco de una carta al director publicada en el diario La Segunda del 21 de enero de 2019.

En ella, Cussen propone realizar el Congreso del Pasado, donde se convoque a “destacados filósofos, historiadores del arte, estudiosos del simbolismo y especialistas en lenguas muertas…”. Ante la propuesta, el poeta finaliza diciendo: “este evento no contribuirá al crecimiento económico del país: sus beneficios son incalculables”.

Los expertos en Ciencias Sociales —una rama olvidada por la cultura pop cuando de ciencia se habla— parecen estar lejos de ser considerados valiosos. El futuro hoy se traduce masivamente en artilugios tecnológicos e innovaciones tipo Sillicon Valley.

Cualquier proyección hoy debe terminar en un producto con valor comercial. La filosofía pierde adeptos porque no es posible incluirla en las métricas tan apetecidas por los tecnócratas. El pensamiento pierde fanatismo, parece obsoleto, fome, latero, e inservible.

Pero hoy, cuando se habla de futuro, también se habla de ciencia. Y así, como las fantásticas exploraciones que abren el mundo antártico y submarino ante los ojos de quienes no pueden llegar a conocer tan recónditos lugares, las ciencias sociales deben encontrar su espacio de operación. Las ciencias sociales y la educación deben estar a la vanguardia de un futuro que aún no logramos comprender. Porque, al parecer, no todas las preguntas las resuelve el Big Data (con todo respeto a los big data lovers)

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¿Por qué parece que la humanidad está siempre en jaque, peleando contra un enemigo mayor?

Viajemos un poco en el tiempo. Un poco nada más. Consideremos a la Revolución Francesa como un precedente de libertad. En 1789, parecía que una masa de humanos mayor, le ganaba a otra menor que los oprimía, pero poco tiempo después, el mismo siglo se vio enfrentado a un nuevo movimiento.

La revolución industrial prometía más libertad, y proponía tecnologías que ayudarían al hombre. El resultado fue el nacimiento de nuevos grupos y clases sociales encabezadas por el proletariado, y donde la burguesía, dueña aún de los medio y la producción, era la poseedora de la mayor parte de la renta y el capital.

En 1936, Charles Chaplin se encargó de hacer uso de una relativamente nueva tecnología (el cine) para contar de qué iban los “Tiempos Modernos”.

Hoy, a 83 años del largometraje inglés, la situación parece ser la misma. Quizás, con un poco más de predicción, estamos ante lo que varios expertos llaman la cuarta revolución. Y eso no es todo. El flanco de la “inminente” masacre no solo parece estar a cargo de las máquinas creadas por el mismo ser humano, sino que hay un nuevo frente que es más incierto que nunca: la naturaleza.

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La reacción más certera parece estar en observar las posibilidades de proyectar un futuro que se salte el temor a las máquinas (que no van a parar y tienen sin duda su lado positivo) y considere a la naturaleza.

Como comentaba el profesor de Estudios Transformativos del Instituto de Estudios Integrales de California, Alfonso Montuori, en el reciente Congreso Futuro 2019, los jóvenes estudiantes ya no tienen visión de futuro, no se interesan por el y no lo quieren crear. Salvo las generaciones que pretenden hacer uso de lo técnico y lo operativo, todo lo demás, tiene sabor a vacío.

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En septiembre de 2018, el también escritor Cristián Warnken en una carta destinada a sus hijos y a las futuras generaciones reflexionó: “Yo sé que ustedes están preocupados del cambio climático, tal vez ustedes sean los últimos en escuchar los cantos primaverales de los zorzales en nuestros jardines. Deténganse a oírlos y no los olviden jamás”.

Y continúa: “ustedes mismos me obligan a reciclar papeles, separarlos de los plásticos…pero hijos, esa desertificación es el resultado de otra más profunda e invisible: la desertificación interior”.

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Parece ser que no importa la forma que tome el inminente apocalipsis, ya que siempre hay algo que no somos capaces de ver. El humano, las formas de vida, están siempre más cerca de la muerte. Ya sea por culpa de la oligarquía y su sistema opresor de antaño o por las máquinas y su aparente supremacía siempre cuestionable.

Parece que no importa si los robots pensarán más y mejor que nosotros o si el próximo invierno se llenará de huracanes: parece que nada evita que el apocalipsis nos pise los talones y que el colapso sea inminente. Además, el progreso y el sustento económico de quienes creen avanzar parece que va a retroceder.

Según el informe Global Economic Prospects 2019 (perspectivas económicas mundiales) que realiza el Banco Mundial, “se anticipa que el crecimiento de las economías avanzadas caerá al 2% este año. Se prevé que la disminución de la demanda externa, el aumento del costo del endeudamiento y la persistente incertidumbre en materia de políticas influirán en las perspectivas de las economías de mercados emergentes y en desarrollo”.

Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de futuro? Si el crecimiento avanzado parece retroceder, el desierto prosperar, la basura aumentar y la desigualdad se mantiene intacta, ¿dónde hay que poner las intenciones? ¿Dónde hay que poner el desarrollo? ¿Dónde hay que invertir para que realmente exista un futuro sustentable en el amplio sentido de lo que esa palabra significa?

¿Qué espacio le vamos a conceder a la naturaleza y qué planeamos hacer para impedir la deforestación? ¿Está todo esto en nuestras manos? Si no es suficiente el avance económico y las máquinas quitarán el empleo a la clase operaria, ¿qué es lo que nos queda?

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¿Tendrá Cussen razón en volver al pasado para escuchar las lenguas muertas y dedicarle espacio a la siempre latera filosofía (para muchos, la madre de todas las ciencias)? Solo el futuro lo dirá, siempre y cuando el apocalipsis no encuentre un espacio para hacerse realidad.

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