Por Amelia Bayo

En astrofísica, llamamos exoplaneta a aquel planeta que orbita una estrella distinta a nuestro Sol. El campo de investigación de estos objetos celestes ha tenido avances profundos desde que, hace casi 24 años, se tuvieran las primeras evidencias (indirectas, como ocurre en la mayoría de los casos) de la existencia de un planeta orbitando una estrella similar al Sol, 51Pegb. Entre estos avances está el aumento vertiginoso de exoplanetas conocidos: en poco más de veinte años hemos pasado de un censo de un objeto a uno con varios miles de ellos.

A pesar del gran progreso en conocimiento que este censo nos ofrece y de que cada vez estamos más cerca de encontrar la esperada “tierra 2.0”, los métodos de detección más exitosos (principalmente tránsitos ópticos y velocidades radiales) están, por naturaleza, sesgados hacia la detección de sistemas planetarios maduros, de edades similares al nuestro (aunque no necesariamente con configuraciones semejantes), con una complicada y dinámica historia. Una historia que resulta demasiado complicada, en principio, para ser deshilada en el tiempo tratando de contestar una pregunta fundamental de la humanidad: ¿de dónde venimos?.

Esta interrogante, en nuestro caso particular, se puede concretar en ¿cómo se formó Júpiter y cómo lo hizo la Tierra?, y el proceso para responderla se asemeja a encontrarnos una mesa de pool a mitad de una partida e inferir cuál era la configuración inicial de todos los elementos. Es tremendamente complicado deducir si al comienzo de dicha partida las bolas se pusieron en un triángulo estructurado o no.

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Es por esto que si queremos entender realmente cómo el Universo es capaz de evolucionar granos de polvo del tamaño de micras –aquellos que componen las nubes moleculares que nutren y dan lugar al nacimiento de estrellas y, por tanto, a planetas– a planetas rocosos o gaseosos de miles o cientos de miles de kilómetros de tamaño, la demográfica actual de sistemas planetarios viejos no proporciona el mejor panorama para buscar respuestas.

Por suerte para nuestra curiosidad, el Universo es un entorno tremendamente dinámico, donde nuevas estrellas y planetas se crean constantemente, ofreciéndonos la posibilidad de ver estos procesos a edades muy tempranas de formación de nuevos sistemas planetarios. Por otro lado, las escalas de tiempo inferidas a través de observaciones principalmente indirectas para la formación de estrellas y planetas, son tremendamente largas en estándares humanos, del orden de miles a millones de años.

Sin embargo, este obstáculo puede solventarse observando diferentes regiones de formación estelar –y planetaria– en distintos puntos de esta evolución. Recordemos que en astronomía mirar lejos significa retroceder en el tiempo, por lo que al observar fotones que nos llegan desde regiones distantes estamos presenciando los procesos físicos que ocurrieron en el pasado, cuando esos sistemas eran más jóvenes. A pesar de esto, cabe notar que “relativamente” cerca de nuestro Sistema Solar (relativo en términos astronómicos, “apenas” unos 1300 años luz) existen nidos de formación estelar y planetaria, por lo que no es necesario recurrir a escalas cosmológicas para “atacar” este problema.

Con una idea más clara sobre dónde buscar planetas en formación, por supuesto, surgen otros desafíos. Por ejemplo, para mirar el Sol cuando era joven, necesitaríamos un observador en otro mundo a miles de años luz y algo más. Para ese observador, resulta inimaginable pensar que en esa estrella que parece joven, a una distancia proyectada extremadamente pequeña, también se están formando planetas.

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Complejo. Para entender mejor esta proyección, la uña de nuestro dedo meñique, cuando extendemos el brazo, proyecta un tamaño de un grado. Ahora bien, la órbita de Júpiter (si el planeta se hubiera formado donde está, aunque no es lo más probable) subtiende una separación de unas cuatro centésimas del resultado de dividir esta uña del meñique en 3600 partes. Y, según simulaciones teóricas, el radio de acción o los alrededores en los que el material sentiría la atracción más fuerte de ese Júpiter como proto-planeta o semilla avanzada de planeta, es aún mil veces menor.

Para observar con un alto nivel de detalle objetos tan lejanos y jóvenes, años de estudios nos dicen que no sólo necesitamos telescopios gigantescos, sino que además estos deben observar de un modo distinto a nuestros ojos. No podemos observar estos “nidos de planetas” en el espectro visible, ya que el material alrededor de estos objetos actúa como un velo opaco que no nos permite ver la emisión al interior.

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Estos últimos puntos necesitan un poco más de explicación. Por un lado hay que recordar que el espectro visible, es decir, la luz que podemos ver, corresponde a una parte muy limitada del rango de frecuencias/energías en el cual emiten los objetos celestes. Podemos compararlo con una radiografía. Si queremos constatar que nos hemos roto un hueso, una simple foto (en el visual) no nos proporcionará esa información, pero sí una radiografía. Si queremos observar un planeta en formación, el rango de la luz más propicio son los llamados infrarrojo cercano, térmico y medio (es decir entre 3 y 20 micrones).

Observando estos planetas

Para observar estas escalas tan pequeñas involucradas en el proceso de formación de planetas necesitamos telescopios de gran diámetro.

Actualmente se construyen algunos que tendrán varias decenas de metros de diámetro (E-ELT, GMT, TMT) pero hablar de telescopios de un kilómetro parece simplemente imposible. Afortunadamente, mediante la interferometría, con cierto abuso del lenguaje, se obtiene el mismo detalle con un telescopio de un kilómetro de diámetro que con varios sustancialmente más pequeños separados entre sí por un kilómetro.

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Para explicarlo de un modo sencillo: si tenemos dos telescopios que miran a la misma estrella y combinamos ambos haces de luz, podemos obtener una interferencia como cuando lanzamos dos piedras en una piscina y vemos como las ondas se propagan en el agua, interfiriendo las que provienen de una piedra con las de la otra. Ahora bien, para que esta interferencia sea óptima los dos haces de luz tienen que superponerse de un modo sincronizado, es decir, la luz de la estrella llegando a un telescopio debe hacer interferencia con la luz que llegó al otro exactamente en el mismo momento. Visualicemos esos haces de luz como ondas con crestas y valles. Si se rompe esa sincronización y una señal se desfasa de la otra hasta al punto de estar en sincronización opuesta, lo que ocurre cuando el mínimo de una onda se superpone al máximo de la otra, el resultado neto será la cancelación de ambas.

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Imaginemos una estrella deambulando tras una valla con postes verticales oscuros, a los que llamaremos franjas de interferencia. Cuanto más separados estén los telescopios, más pequeño será el espacio entre estos postes. Siguiendo con la analogía, si alejamos unos metros entre sí dos telescopios, la separación de franjas será más o menos del tamaño proyectado de una estrella gigante, como Betelgeuse. Entonces, a una separación un poco mayor de telescopios, la estrella no se puede esconder totalmente detrás de uno de los postes: su luz no se cancelará totalmente en ningún momento.

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Esta manera de obtener datos sensibles a escalas de tamaños tan pequeñas tiene muchas dificultades, una de ellas es que para pasar de un modo fiable desde esos datos a lo que comúnmente conocemos como imagen, necesitamos muchas líneas de visión distintas, o muchos telescopios que trabajen simultáneamente en lugar de solo dos.

Por todo lo anterior es que uno de los objetivos del Núcleo Milenio de Formación Planetaria es desarrollar en Chile la tecnología para producir uno de los elementos fundamentales de los telescopios que tratarán de trabajar de este modo con separaciones de cientos de metros a kilómetros: sus espejos principales.

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