Por Daniel Matamala

Si históricamente la política fue la lucha por controlar la propiedad de la tierra y de las industrias, en el siglo XXI «la política será una lucha para controlar el flujo de datos», dice Yuval Noah Harari en su último libro «21 Lecciones para el Siglo XXI».

No se trata sólo de que Google y Facebook acumulen información sobre nosotros. Es que esa información les permite a sus algoritmos tomar un control creciente sobre nuestras vidas, desde qué ruta seguimos todos los días camino al trabajo hasta qué productos compramos, qué tratamientos de salud seguimos y por quién votamos. Y eso no tiene nada de futurista. Hoy ya no buscamos información, gugleamos. No navegamos, seguimos las instrucciones de Waze.

Más con los asistentes virtuales como Alexa; los buscadores ya no sólo dan opciones, sino que elijen por nosotros a los ganadores. ¿Qué lógica tienen nociones como la publicidad, el mercado o incluso la democracia, cuando un algoritmo es el que crecientemente está tomando todas esas decisiones por nosotros?

Es que además de eficiente, ese algoritmo generalmente es gratuito. Y cuando algo se nos ofrece gratis, es que no somos el cliente, somos el producto. Armados con ese producto (datos, datos, datos), los dueños de la información están diseñando a su antojo formas irresistibles de pulsar nuestras teclas emocionales.

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Por eso, para Harari, «si queremos impedir que una reducida élite monopolice esos poderes cuasidivinos y evitar que la humanidad se divida en castas biológicas, la pregunta clave es: ¿quién posee los datos?».

Hoy, la respuesta básica a esa pregunta es: los gigantes tecnológicos. Y el tema se está convirtiendo en el más acuciante en las discusiones económicas, políticas y científicas del mundo.

El economista ganador del Nobel, Joseph Stiglitz, pide generar una regulación pública que defina qué datos pueden ser almacenados, y cómo se pueden cruzar entre diferentes bases de datos (lo que Facebook o Google hacen cada vez que compran una nueva aplicación). «No podemos dejar que las gigantes tecnológicas lo decidan. Debe hacerse públicamente, con conciencia del peligro que estas firmas representan», dice Stiglitz.

Pero las opiniones difieren. En abril, tuve la oportunidad de ver ese enfrentamiento en la conferencia anual del Stigler Center de la Universidad de Chicago, que estuvo dedicada a la regulación de los gigantes tecnológicos.

En uno de los paneles, el sicólogo Robert Epstein urgió a la acción pública, alertando sobre el «gigantesco poder para la manipulación mental, concentrado en muy pocas manos». Recibió la respuesta irónica del economista Kevin Murphy: «¿Entonces la solución para la manipulación sería poner al gobierno a cargo? ¡Oh, eso sería fantástico!».

Es que el remedio podría ser peor que la enfermedad. ¿Quién preferimos que tenga nuestros datos personales y la capacidad de manipularnos con ellos, Mark Zuckerberg o Donald Trump? (O peor, algún dictador en Beijing o Moscú, como ya ocurre en cierta medida en esos países).

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Por eso, más que la «estatización de los datos», otros proponen quebrar los monopolios tecnológicos en compañías más pequeñas. Es el llamado que hace el escritor Ross Barkan. «Cuatro corporaciones dominan la vida en América. Tienen la riqueza de las naciones. Han generado ganancias insondables, creado una cantidad de empleos y destruido muchos más. Su control de la economía es total», advierte, refiriéndose a Google, Facebook, Apple y Amazon.

Y su poder crece día a día: desde que Barkan escribió ese artículo, esas dos últimas compañías se convirtieron en las primeras en superar el billón de dólares en valor de mercado.

El economista Dennis Carlton difiere. «Tener un monopolio no es violar las reglas antitrust. La concentración puede ocurrir porque una empresa es más eficiente». Después de todo, si 2 mil millones de personas deciden libremente unirse a Facebook, ¿cómo puede evitarse eso? ¿Cómo se dividen imperios económicos cuando su poder no está en plantas industriales o pozos de petróleo, sino en datos compartidos voluntariamente por miles de millones de usuarios en todo el mundo?

Algunos confían en que el mercado terminará por autorregularse. En la misma conferencia, el Nobel francés Jean Tirole recordaba que Google superó a AltaVista, y Facebook derrotó a MySpace. Tarde o temprano, otros desafiantes podrían hacer lo mismo con los actuales gigantes.

Sin embargo, el mismo Tirole advertía de dos barreras que podrían impedir que ello ocurra. Uno es que el gigantismo de los actuales líderes les permite conjurar cualquier amenaza, simplemente comprando al desafiante, como lo ha hecho Facebook con 71 compañías, incluyendo a Instagram y WhatsApp.

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Otro, es que las redes sociales tienen un modelo en que el ganador se lo lleva todo. Hoy Google tiene 90% de las búsquedas, y Facebook, más de 2 mil millones de usuarios. Eso genera una «externalidad de red». En términos simples, como dicen los profesores de la Universidad de Chicago Luigi Zingales y Guy Rolnik, «quiero estar en la misma red social en que están mis amigos. Esos mercados naturalmente tienden al monopolio».

Zingales y Rolnik proponen una tercera vía, distinta al control estatal o a quebrar los monopolios: entregar a cada uno de nosotros la propiedad legal de nuestros datos.

Tal como la portabilidad numérica abrió la competencia en el mercado de los celulares, al permitirnos cambiar de compañía sin perder nuestro número de teléfono, una ley de propiedad de los datos generaría nueva competencia.

Cada persona sería propietaria de todas las conexiones digitales que creara. Entonces, proponen Zingales y Rolnik, «podríamos ir a un competidor de Facebook –llamémoslo MyBook- y, a través de esa red, instantáneamente reconducir todos los mensajes de nuestros amigos de Facebook a MyBook (…) Si puedo alcanzar a mis amigos de Facebook a través de una red social diferente y viceversa, es más probable que pruebe nuevas redes», restaurando los beneficios de la libre competencia.

La propuesta tiene sus propios problemas legales y prácticos, partiendo por cómo se regula este tema con leyes locales en un entorno global. Pero discutirla es acuciante.

Volviendo a la pregunta original de Harari («¿quién posee los datos?»), la única respuesta aceptable en una democracia liberal debería ser: nosotros. Cada uno de nosotros. Recuperar esa propiedad puede ser la batalla política más importante de nuestra era.

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