Por Matías Asún

El 13 de octubre se conmemoró el Día Internacional para la Reducción del Riesgo de Desastres, día creado con el propósito de concienciar, tanto a los gobiernos como a la ciudadanía, a que tomen medidas encaminadas a minimizar este tipo de tragedias.

El primer mensaje que debe quedar de este día es que los desastres naturales no tienen un origen natural. Siempre tienen que ver con la intervención de las personas y la depredación de los ecosistemas, que sirven como freno a las inclemencias climáticas.

Otro punto tiene que ver con la desigualdad. Según ha declarado la Organización de Naciones Unidas, hay una relación recíproca entre la desigualdad social y el impacto de estos fenómenos: se ha comprobado reiteradamente que las personas más vulnerables están más expuestas al peligro y al impacto de las catástrofes naturales, empujándolas hacia una mayor pobreza.

Este año ha sido evidente que el calentamiento global nos conduce de manera acelerada hacia catástrofes cada vez más fuertes. Así lo pudimos apreciar durante el verano del hemisferio norte donde, junto a olas de calor (por ejemplo, los 80º Celsius registrados en el desierto de México), se vivieron aluviones, tormentas e inundaciones (cabe recordar las impactantes imágenes de inundaciones en España o, recientemente, en Nueva York) e incendios forestales que devastaron millones de hectáreas (como los más de dos mil incendios registrados en Canadá en la temporada estival 2023).

Sin embargo, los mayores desastres ambientales han impactado con fuerza a países y localidades menos desarrolladas, como los aluviones en India, el reciente terremoto en Afganistán o las inundaciones en China y la zona centro sur de Chile, por nombrar algunos. En estos casos es evidente el desamparo en que quedan sumidos quienes menos tienen, y que pierden todo en fracción de segundos.

Es difícil reflexionar sobre este día sin ser crítico sobre las medidas que los distintos gobiernos han adoptado para la reducción del riesgo de desastres. Reiteradamente, pareciera que se remiten a asumir un rol informativo de fenómenos que ya están ocurriendo, en vez de centrar los esfuerzos en la prevención real de su ocurrencia.

Una precaución real debe considerar poner freno a la deforestación de los bosques, a la minería de gran escala que atenta contra ecosistemas completos, a la utilización de combustibles fósiles, al uso indiscriminado e inconsciente de los suelos agrícolas con monocultivos o a los crecientes vertederos de fast fashion y de plásticos en todo el mundo. Sobre todo en un año que seguramente pasará a la historia por dar inicio a las declaraciones más rimbombantes y alarmistas respecto a la crisis climática que nos afecta.

En lo que va de 2023 el secretario general de ONU ha manifestado su preocupación por el inicio de la era de la “ebullición global”, el “colapso climático” e incluso dijo que “la humanidad ha abierto las puertas del infierno”. Frases dramáticas que intentan apelar a la consciencia de los gobiernos y los sectores productivos, quienes se enorgullecen de sus acciones de sostenibilidad y se pavonean con sus reportes ESG. Pero medidas verdaderamente efectivas no hay.

Cuesta entender -con la información que tenemos disponible en la actualidad- que los Estados y el sector privado se llenen la boca hablando de la importancia de la prevención de desastres cuando incluso gobiernos llamados ecologistas (al menos durante sus campañas) son capaces de aprobar proyectos mineros que atentan directamente contra los ecosistemas y, con ello, aumentan las probabilidades de catástrofes ambientales y climáticas en los territorios.

Por ello, cuando se refieren a poner el foco en la prevención de desastres … perdónenme por dudar.

Tags:

Deja tu comentario


Sigue la cobertura en CNN Chile